Querida persona que me lee,
Hoy te traigo una autoficción que escribí hace unos años en unas vacaciones en el Amazonas y justo casi caigo de una mecedora, algo imposible de creer, lo sé. (¡Vértigo! Recuerda mi cuerpo).
Pero antes, quiero preguntarte algunas cosas:
Espero saber tus respuestas pronto. Ahora vamos a la historia, ¿te parece?
Y así es la historia que no presencié, nadie me contó, salió así, mientras mecía la tristeza en un sillón de sábado por la noche, mientras todos hablaban de sus relaciones amorosas.
Una pareja lleva casada ya sus 73 años o menos, pero igual ese menos es el más valiente de todos los años contados por la humanidad hoy en día, cuando la otredad está tan ocupada en no estar disponible para el otro. De esta pareja, no sé nada físico, no me los puedo imaginar, porque siempre que me imagino personas mayores, recuerdo a mi abuelo y no todos los personajes pueden ser mi abuelo.
La señora es una señora como su abuela o la abuela de alguien, y lo más bonito de ella, a la cual no conocí, ni recuerdo, es que sus ojos no miraban sino que hablaban con una dulzura para quedarse a su lado en silencio y pasar toda la tarde en una hamaca mientras ella se mecía en una mecedora.
Esa mecedora, que tiempo atrás había heredado de su madre aún viva. La había heredado porque su padre que ya no vivía, había sido carpintero y esa mecedora había sido el primer regalo a su madre, ya que en una cita de aquéllas épocas en las que mi abuelo cuenta que aún se escribían cartas, las cuales se enviaban en mula y se esperaban días, días eternos, hasta meses para no perder la esperanza de que llegaran a su destino. Tal vez el padre de su sujeta de afecto no interceptaría la carta o que la mula no se hiriera una pata por la trocha, o sino la carta se perdería. Sin embargo, el padre de la madre de la señora en cuestión, le regaló la mecedora porque ella decía que era una forma de volar sentada y perder el temor a caerse en la vida, ya que como usted sabrá: la primera sensación que se tiene al sentarse en una mecedora, es la de irse de bruces pero del lado contrario, pero igual de bruces, a tal punto que uno desconfía de su propia columna vertebral, algo le debe estar fallando a uno para no poder sentarse normal en una silla que se mece.
Ahí empieza el temor a la mecedora, hasta que uno logra sentarse, y luego debe intentar ganar seguridad y coger de nuevo confianza para despegar los pies del suelo y dejarse llevar, mecerse e impulsarse con los pies y luego liberar la tensión de la espalda, mientras el movimiento se acopla al temor. Así es como ese vaivén se asemeja al movimiento de la vida y al temor de vivirla. Así es que la madre de la señora en cuestión quería sentirse, así que su prometido y futuro carpintero, le regaló una mecedora que después le heredaría a su hija en vida, porque en vida es que se deben compartir las cosas, no sé si me lo decía mi abuelo o la madre de la señora en cuestión, sin embargo, si yo conociera a esa señora en cuestión, me encantaría sentarme en esa mecedora y volver a coger esa confianza que con los años se olvida. De esa confianza de la que hablábamos recientemente, pues si usted leyó, sabrá de lo que hablaba la madre de la señora en cuestión, o yo.
Me despido, espero disfrutes la lectura y los regalos que te he dejado para descargar.
P. D. Después de haber escrito esta autoficción hace unos años, hoy me pregunto, ¿soy yo la señora en cuestión? ¿qué crees?
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